Siglo XVIII

H.Históricos

Siglo XVIII: La Revolución Francesa

A finales del siglo XVIII, el Antiguo Régimen se tambaleaba en Francia. Ajena a los nuevos tiempos e incapaz de gestionar las transformaciones socioeconómicas, la monarquía seguía ejerciendo su poder absoluto, consolidando y perpetuando las injusticias y desigualdades de la sociedad feudal; a causa de los privilegios de la nobleza y el clero, los campesinos se veían obligados a soportar la mayor parte de las cargas fiscales. Desde mediados de siglo, sin embargo, intelectuales ilustrados como Montesquieu, Voltaire y Rousseau habían minado la legitimidad del absolutismo monárquico formulando principios políticos (soberanía popular, igualdad ante la ley, separación de poderes) que fueron abrazados por la burguesía, clase social ascendente que aspiraba a ver reflejado su poder económico en el ordenamiento jurídico.

Los detonantes inmediatos de la Revolución Francesa (1789-1799) fueron la bancarrota financiera del país y las malas cosechas, que generaron una situación de miseria y hambre generalizada. Para solucionar la grave crisis económica y financiera del estado, el monarca Luis XVI convocó en mayo de 1789 los Estados Generales, asamblea que reunía, por separado, a los representantes de los tres estamentos (la nobleza, el clero y el pueblo o «Tercer Estado»).

La Revuelta Popular y la Asamblea Nacional (1789-1791)

Los representantes del Tercer Estado, con la burguesía al frente, exigieron la sustitución del sistema tradicional de voto (un voto por estamento) por el del voto individual y, ante el rechazo de sus peticiones y la postura vacilante de la monarquía, constituyeron la Asamblea Nacional, proclamándola verdadera depositaria de la soberanía nacional e invitando a los representantes de los demás estamentos a unirse a ella. Los miembros de la Asamblea Nacional, reunidos en la sala del Juego de Pelota, juraron el 20 de junio de 1789 no separarse hasta dar a Francia una Constitución.

Temiendo que el rey hiciera disolver la Asamblea mediante la fuerza, las capas populares asaltaron el 14 de julio la Bastilla, fortaleza que servía de prisión y que era un símbolo de la monarquía absolutista. La Revolución Francesa había comenzado, y pronto se propagó a otras ciudades y también a las zonas rurales, en las que se desató la revuelta antiseñorial conocida como «el Gran Miedo».

El 4 de agosto de 1789 la Asamblea Nacional, convertida ya en Asamblea Nacional Constituyente, decretó la abolición de todos los derechos y privilegios feudales, y el 26 de agosto se publicaba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, basada en los principios de «libertad, igualdad y fraternidad». 

Dominada por los sectores más moderados de la burguesía, la Asamblea desarrolló una extensa obra legislativa que culminó con la aprobación de la Constitución de 1791, que estableció la soberanía popular y la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial.

El nuevo ordenamiento configuraba a Francia como una monarquía constitucional y conjugaba los logros revolucionarios con el respeto al rey: el monarca y sus ministros conservarían el poder ejecutivo. El poder legislativo correspondería a la Asamblea Legislativa, cuyos miembros serían elegidos por sufragio censitario, como también los jueces y miembros de los tribunales.

El proceso constituyente no estuvo exento de dificultades, particularmente en su fase final. Con todo, la revolución seguía adelante: tras la convocatoria y celebración de elecciones, la Asamblea Legislativa inició sus sesiones el 1 de octubre de 1791.

La monarquía constitucional: La Asamblea Legislativa (1791-1792)

Sometida a fuertes presiones, la recién implantada monarquía constitucional tendría escaso recorrido: no llegó siguiera a cumplir el año. Aunque la Asamblea Legislativa promulgó medidas progresistas, fue incapaz de satisfacer el descontento de las clases populares ante la carestía de los productos básicos como consecuencia del agravamiento de la crisis económica.

En el exterior, ante el peligro que significaba la irradiación de las ideas revolucionarias por el resto de Europa, se organizó una alianza de fuerzas absolutistas (Austria y Prusia) que entró en guerra con Francia el 20 de abril de 1792. Las sucesivas derrotas de los ejércitos franceses radicalizaron la situación; la izquierda jacobina, grupo republicano minoritario pero influyente de la Asamblea Legislativa, exigía la elección por sufragio universal de una Convención Nacional y la instauración de una República.

Una amenazante declaración de un general prusiano (en que se manifestaban crudamente los objetivos contrarrevolucionarios de la guerra) desencadenó en París una nueva insurrección de las masas populares (los «sans-culottes»), que el 10 de agosto de 1792 asaltaron el Palacio Real de las Tullerías, residencia del rey, en la que se encontraron documentos que probaban su traición; el monarca fue depuesto y encarcelado.

La República: La Convención (1792-1795)

A la caída de la monarquía siguió la celebración de elecciones (por sufragio universal masculino) y la constitución de la Convención Nacional, cuya puesta en marcha coincidió con la victoria de las tropas francesas sobre los prusianos en Valmy (20 de septiembre de 1792). Dos días después, el 22 de septiembre, la Convención Nacional proclamaba la República.

La lucha por el poder dentro de la Convención entre sus alas izquierda (jacobinos) y derecha (girondinos) tuvo en el proceso y ejecución de Luis XVI (21 de enero de 1793) uno de sus puntos álgidos. Como inmediata respuesta a la decapitación del rey, Austria, Prusia, España, Holanda e Inglaterra se unieron en la Primera Coalición, una alianza sin otro objetivo que acabar militarmente con el proceso revolucionario. Ante el avance de las fuerzas de la Primera Coalición, las conspiraciones contrarrevolucionarias de la nobleza y el clero, el estallido de la revuelta campesina en La Vendée, la escasez de trigo y la generalización de la especulación, la política moderada de los girondinos se mostraba ineficaz.

Los jacobinos, con el apoyo de los «sans-culottes», tomaron las riendas de la Convención en junio de 1793. La Revolución Francesa, más cerca que nunca del pueblo llano, se radicalizó. 

Dominada por los jacobinos, la Convención confirió a las instituciones ejecutivas poderes de excepción, implantando una represión contra los enemigos de la Revolución, que llevó a la guillotina a nobles, líderes girondinos y a la reina María Antonieta. Se había implantado el Terror (1793-1794), etapa dominada por la figura de Robespierre. Sus drásticas medidas tuvieron efecto: las tropas francesas frenaron a los ejércitos de la Primera Coalición y las rebeliones internas fueron sofocadas.

Lograda la estabilidad, la Convención redactó la Constitución de 1795, marco legal de las nuevas instituciones en la siguiente etapa de la República, que se designa con el nombre de su poder ejecutivo: el Directorio.

El Directorio (1795-1799)

En octubre de 1795, la Convención fue disuelta y sustituida por dos cámaras, el Consejo de Ancianos y el Consejo de los Quinientos, elegidos por sufragio censitario; detentaban el poder ejecutivo los cinco miembros del Directorio, renovables a razón de uno cada año. Dominado por la burguesía conservadora, el Directorio se apoyó en el ejército para reprimir las revueltas populares cuando la supresión del control de precios encareció nuevamente los productos básicos, y también para aplastar las conspiraciones e insurrecciones promovidas tanto por los realistas (que aspiraban a restaurar el absolutismo monárquico) como por la izquierda radical.

Mientras en el exterior los generales franceses (entre los que brillaba con luz propia el joven Napoleón) dirigían exitosas campañas militares que culminaron con la derrota de la Primera Coalición en 1797, el Directorio se mostraba incapaz de mantener la estabilidad en el interior, ni siquiera dentro de las mismas instituciones republicanas, víctimas de las luchas intestinas entre diversas facciones. El sufragio censitario no impidió que la izquierda jacobina y los realistas contaran con una considerable representación en el legislativo; a esta amenaza hubo que sumar, en diciembre de 1798, la formación de una Segunda Coalición europea contra la Francia revolucionaria.

La anarquía reinante y la debilidad del régimen inducían a la burguesía y a los principales dirigentes a inclinarse por una solución militar; finalmente, con el apoyo de uno de los directores, Emmanuel Joseph Sieyès, y de otros altos cargos, Napoleón Bonaparte encabezó el golpe de Estado del 18 de Brumario (9 de noviembre de 1799). La Revolución Francesa había terminado: el Directorio fue substituido por un nuevo régimen autoritario, el Consulado (1799-1804), a cuyo frente se puso, investido de amplios poderes, el mismo Napoleón como Primer Cónsul.

Siglos XVIII al XX: La Revolución Industrial

Con el nombre de Revolución Industrial se designa el conjunto de cambios económicos y tecnológicos que transformó la sociedad agraria y artesanal del Antiguo Régimen en las modernas sociedades industriales, dotadas de una dinámica de crecimiento económico sostenido. Aunque el hombre ha gobernado la naturaleza y «fabricado» objetos desde la más lejana antigüedad, la producción industrial propiamente dicha (es decir, la fabricación a gran escala de bienes mediante máquinas movidas por energía inanimada) no comenzó hasta mediados del siglo XVIII en Inglaterra, marco de inicio de la Revolución Industrial.

La Primera Revolución Industrial abarcaría aproximadamente desde mediados del siglo XVIII hasta 1870, mientras que las transformaciones que caracterizan la Segunda Revolución Industrial se produjeron principalmente entre 1870 y la Primera Guerra Mundial (1914-1918). El primer periodo comprende un fenómeno primordialmente británico, y su éxito se propagó rápidamente a muchos países del continente europeo.

A mediados del siglo XVIII, la economía del Antiguo Régimen seguía siendo fundamentalmente agrícola, y la producción de bienes de consumo, artesanal. El trabajo artesanal apenas si había variado desde la Baja Edad Media, mientras que la agricultura, cuyos rudimentarios métodos no habían evolucionado en los últimos mil quinientos años, proporcionaba a los campesinos los alimentos justos para la subsistencia y para pagar tributos a la nobleza, dueña de las tierras. 

Pero en las décadas siguientes, la aplicación de una serie de innovaciones técnicas (que sustituyeron el trabajo manual por la máquina y la energía humana y animal por la inanimada) aumentó considerablemente la capacidad de obtención y transformación de materias primas y de fabricación de toda clase de productos a menor coste, y se implantó un nuevo sistema de producción, la fábrica (frente al antiguo taller artesanal), responsable de los grandes flujos migratorios del campo a la ciudad.

Surge el Proletariado

Esta mutación o perfeccionamiento del sistema productivo acabó afectando al conjunto de la sociedad. Campesinos pobres y artesanos arruinados, pasaron a hacinarse en los suburbios de las grandes ciudades, en cuyas fábricas eran explotados por patrones sin escrúpulos y sometidos a jornadas interminables a cambio de un mísero salario; conforme avanzaba la industrialización, su número aumentó hasta constituir una nueva clase social: el proletariado.

Consolidación del Capitalismo 

Antecedente: El capitalismo mercantil 

Desde el Renacimiento, y sobre todo a partir del siglo XVI, se observa en Europa la aparición de un sistema de producción basado en la división del trabajo, el intercambio mercantil, el uso generalizado de la moneda y la acumulación en manos privadas de una considerable riqueza líquida o capital, que permitió la inversión en negocios, generalmente empresas comerciales o actividades financieras.

El nacimiento y consolidación de los estados nacionales en esa época conllevó la intervención creciente de los poderes monárquicos en la economía y, al mismo tiempo, su dependencia de la nueva clase de burgueses capitalistas en la lucha contra el poder de los señores feudales. Este cambio se vio impulsado por la expansión del mundo conocido resultante de los descubrimientos geográficos, la afluencia de metales preciosos a Europa, el auge del comercio internacional y los efectos que tuvo la reforma protestante en la mentalidad y en la actitud frente al trabajo y el éxito económico.

El Capitalismo Moderno y La revolución industrial

A partir de la segunda mitad del siglo XVIII se produjo en Europa un desarrollo sin precedentes en la capacidad productiva por la aplicación de nuevas técnicas a la fabricación de textiles y productos metálicos, y por la aplicación de inventos, como la máquina de vapor, que multiplicaron enormemente la energía disponible para la manufactura.

Estos cambios produjeron una auténtica revolución en el sistema productivo: creación de fábricas, que sustituyeron a los talleres artesanales y dio origen al proletariado; disminución de la población rural, que emigró a las ciudades en busca de trabajo; gran aumento de la productividad del trabajo por la aplicación masiva de las máquinas y la especialización de los productores; y consolidación de los principios de propiedad privada y de libertad de empresa y de comercio.

 La conjunción de este individualismo jurídico con las nuevas técnicas industriales proporcionó al sistema de organización capitalista un considerable empuje y consagró a los propietarios de la industria como la nueva clase dominante.

La burguesía, propietaria de fábricas, minas y demás medios de producción, incrementaba exponencialmente sus ganancias y su poder económico y político. Así, el capitalismo mercantil de los siglos previos, basado en los intercambios comerciales, dejaba paso a un capitalismo industrial, basado en la producción de bienes, que quedaría definitivamente implantado como sistema económico.

Es decir, por la misma época en que el Antiguo Régimen se veía políticamente superado tras el primer triunfo de la burguesía sobre la aristocracia en la Revolución Francesa, una revolución económica y tecnológica, la Revolución Industrial, originaba o consolidaba tanto los estratos de la actual sociedad burguesa (burguesía y proletariado) como el sistema económico del mundo contemporáneo, el capitalismo liberal.

Organizándose en sindicatos y apoyándose en la huelga como medida de presión, la clase obrera lograría, tras largas y cruentas luchas, suavizar progresivamente su penosa situación y arrancar derechos laborales a los gobiernos burgueses, mientras nuevas ideologías políticas (socialismo, comunismo, anarquismo) aspiraban a remediar las perversiones e injusticias del sistema o a destruir su fundamento: la propiedad privada de los medios de producción. A largo plazo, la Revolución Industrial llevaría a una mejora general en los niveles de vida (visualizable hoy en el abismo que separa el Tercer Mundo de los países industrializados), pero también a las contradicciones, conflictos y desequilibrios (desde los sociales a los ecológicos) inherentes al desarrollo del capitalismo.

El capitalismo moderno

El capitalismo moderno como sistema económico se consolida así durante el siglo XIX. Sus rasgos esenciales son la propiedad privada de los medios de producción, la libertad de empresa y la distribución de los bienes a través del mercado.  Como resultado de ello se formó una clase de trabajadores (el proletariado) desprovisto de la autonomía que era propia de los antiguos artesanos.

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No todas las formas económicas precapitalistas (artesanado, campesinado) desaparecieron, pero su importancia se redujo drásticamente en favor de la nueva estructuración de clases entre capitalistas y trabajadores.

El capitalismo se extendió primero en Europa y luego por casi todo el mundo. Desde sus orígenes experimentó una clara evolución, en gran parte por la acción colectiva de la clase obrera a través de los sindicatos. Dos características típicas del capitalismo han sido, por una parte, la creciente concentración económica, que dio lugar a la formación de empresas gigantescas, y, por otra, la recurrencia de crisis periódicas que hicieron dudar de la estabilidad del sistema y de sus posibilidades de supervivencia.

Estas dificultades y la miseria en que se mantenía la clase obrera llevaron al nacimiento y desarrollo de las ideas socialistas desde el siglo XIX y al intento, a partir de la Revolución Rusa en 1917, de construir un sistema económico distinto: la economía planificada. Este sistema, basado en la propiedad pública de los medios de producción y en la planificación centralizada, se impuso durante muchos años en un cierto número de países, pero sus resultados fueron decepcionantes y finalmente, con la caída del bloque comunista, fue abandonado a principio de los años noventa del siglo XX. Actualmente en la mayoría de los países predomina un sistema capitalista modificado, en mayor o menor grado, por la intervención del estado para evitar sus efectos más negativos.

1859 – Charles Darwin: La Teoría de la Evolución

La Revolución Científica del Renacimiento estableció una nueva astronomía en la que la Tierra dejaba de ser el centro de la creación; su defensa le valió a Galileo Galilei un proceso inquisitorial. Cuando, en el siglo XIX, el naturalista británico Charles Darwin (1809 – 1882) formuló, sobre bases científicas, la moderna teoría de la evolución biológica en su obra El Origen de las Especies (1859), también las más airadas reacciones procedieron de los estamentos eclesiásticos: el modelo evolutivo cuestionaba el origen divino de la vida y del hombre. Una vez más (y en ello reside la trascendencia histórica de la obra de Darwin), los avances científicos socavaban convicciones firmemente arraigadas, dando inicio a un cambio de mentalidad de magnitud comparable al de la revolución de la Teoría Heliocéntrica de Nicolás Copérnico en el siglo XVI.

La Teoría de la Evolución

Hasta el siglo XVII, los naturalistas sostenían que las distintas especies animales y vegetales habían sido creadas independientemente y permanecían desde entonces inmutables, sin sufrir cambio alguno. La Teoría de la Evolución, según la cual los seres vivos sufren alteraciones con el transcurso del tiempo y proceden de otras formas ancestrales, es relativamente reciente. Aunque el naturalista británico Charles Darwin está considerado el padre de la actual teoría de la evolución, el concepto no era nuevo en su época. A mediados del siglo XVIII, por ejemplo, las hipótesis evolutivas propuestas por el matemático francés Pierre Louis Maupertius (1698-1759) y el enciclopedista francés Denis Diderot (1713-1784) contenían ideas que, un siglo más tarde, formarían parte de la teoría de Darwin. El zoólogo francés Juan Bautista de Lamarck fue el primero en exponer con claridad, en su obra Filosofía Zoológica (1809), la idea de que todas las especies podían cambiar en el transcurso del tiempo y acabar convirtiéndose en nuevas especies.

Según Lamarck, todos los seres vivos evolucionan inevitablemente hacia una mayor perfección y complejidad, y la razón de tales cambios es el entorno natural. Los cambios del entorno alteran las necesidades de los organismos vivos; a causa del entorno, se reduce o se intensifica el uso de ciertos órganos o partes del cuerpo, provocando cambios en su tamaño o forma.

La teoría lamarquista explicaba la adaptación de muchos vegetales y animales al medio, pero era principalmente especulativa y carecía de apoyos empíricos; la genética moderna la desacreditaría totalmente al demostrar que los caracteres que pueda adquirir un individuo (como el alargamiento del cuello por el constante esfuerzo) no se heredan. Pese a ello, se reconoce el valor pionero de su obra, por postular por primera vez la adaptabilidad de los organismos.

Las carencias del fallido intento de Lamarck ponen de relieve la solidez y coherencia del modelo darwiniano. La contribución de Charles Darwin a los conocimientos científicos fue doble: presentó las pruebas para demostrar que la evolución había ocurrido, a la vez que formuló una teoría, la de la selección natural, para explicar el mecanismo de la evolución. La publicación de Darwin de El Origen de las Especies (1859) es un hito no sólo en la historia de la biología, sino también en la del pensamiento humano, puesto que dicho libro, aportando una demostración positiva de la doctrina evolucionista, ejercería una considerable influencia en el desarrollo de la filosofía y alteró profundamente arraigadas concepciones acerca de la vida y del hombre.

Darwin se embarcó como naturalista en la expedición del Beagle, un navío científico que recorrió el mundo entre 1831 y 1836. En su viaje Darwin reunió gran cantidad de observaciones interesantes, estableció fecundas analogías y meditó sobre grandes cuestiones, tales como la adaptación de los seres vivos, la diversidad de las especies y sus mutuas relaciones y la lucha por la existencia. A su vuelta Darwin se dedicó a redactar su Diario de viaje; dio a conocer también diversos trabajos de geología, en especial sobre la formación de los corales y de las islas volcánicas. Veintitrés años después de su regreso a Inglaterra publicó El Origen de las Especies. Escribió luego numerosos libros, algunos de los cuales serían una prolongación de esta obra.

Selección Natural y Evolución

En 1858, Darwin recibió un manuscrito de Alfred Russel Wallace, joven naturalista que entonces estaba estudiando la distribución de las plantas y animales en la India y la Península Malaya. En aquel texto, Wallace formulaba la idea de la selección natural, a la cual había llegado sin conocer la obra darwiniana, pero inspirado, lo mismo que Darwin, por el tratado de Thomas R. Malthus sobre el crecimiento de la población y la necesaria lucha por la existencia. Por acuerdo mutuo, aquel mismo año Darwin y Wallace presentaron en colaboración un informe sobre su teoría a la Sociedad Linneo de Londres. 

El título completo de la obra de Darwin resume por sí mismo su tesis: Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.

 El individuo dotado de una variación que le permite una mejor adaptación tiene más probabilidades de salir victorioso en la lucha por la existencia; su supervivencia aumenta la probabilidad de reproducción y la transmisión de ese rasgo favorable a sus descendientes. La selección natural conduce así a la conservación de las variaciones favorables y a la eliminación de las desviaciones nocivas, por muerte o superación de los individuos dotados de tales características.

Como los individuos más aptos tienen más probabilidades de sobrevivir, aparearse y reproducirse que los especímenes que no están tan bien adaptados al entorno, en cada generación aumenta el número de individuos bien adaptados a su entorno, y las características generales del grupo van cambiando como resultado de esta acomodación. Junto con la selección natural actúa, en los animales superiores, la «elección sexual», esto es, la preferencia instintiva por los individuos más fuertes, bellos o sanos en el emparejamiento. Las ideas del naturalista británico modificaron diametralmente las nociones acerca del origen y la evolución del hombre. Darwin refutó la arraigada creencia de que el hombre poseía un origen divino y demostró que los seres humanos eran el resultado de un proceso de evolución biológica.

Opuso teorías científicas a las explicaciones de carácter teológico, hecho que tuvo un impacto considerable en la mentalidad de la época. El evolucionismo de Darwin provocó una enorme controversia en la sociedad decimonónica y dio lugar a encendidos debates. Consecuencia lógica de estas discusiones fue la puesta en cuestión de la visión antropocentrista de la naturaleza: si el hombre no era una creación divina, tal como afirmaban las creencias vigentes hasta el siglo XIX, no había razón para sostener que ocupaba un lugar central en el orden natural.

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Siglo XX: La Teoría de la Relatividad de Einstein

En el siglo XVII, la sencillez y elegancia con que Isaac Newton (1642-1727) había logrado explicar las leyes que rigen el movimiento de los cuerpos y el de los astros, unificando la física terrestre y la celeste, deslumbró hasta tal punto a sus contemporáneos que llegó a considerarse completada la mecánica. A finales del siglo XIX, sin embargo, era ya insoslayable la relevancia de algunos fenómenos que la física clásica no podía explicar. Correspondió a Albert Einstein (1879 – 1955), superar tales carencias con la creación de un nuevo paradigma: la teoría de la relatividad, punto de partida de la física moderna.

En tanto que modelo explicativo completamente alejado del sentido común, la relatividad se cuenta entre aquellos avances que, en los albores del siglo XX, conducirían al divorcio entre la gente corriente y una ciencia cada vez más especializada e ininteligible. No obstante, ya en vida del físico o póstumamente, incluso los más sorprendentes e incomprensibles aspectos de la relatividad acabarían siendo confirmados. No debe extrañar, pues, que Albert Einstein sea uno de los personajes más célebres y admirados de la historia de la ciencia: saber que son ciertas tantas ideas apenas concebibles (por ejemplo, que la masa de un cuerpo aumenta con la velocidad) no deja más opción que rendirse a su genialidad.

La Teoría de la Relatividad

La teoría de la relatividad, desarrollada fundamentalmente por Albert Einstein, pretendía originariamente explicar ciertas anomalías en el concepto de movimiento relativo, pero en su evolución se ha convertido en una de las teorías más importantes en las ciencias físicas y ha sido la base para que los físicos demostraran la unidad esencial de la materia y la energía, el espacio y el tiempo, y la equivalencia entre las fuerzas de la gravitación y los efectos de la aceleración de un sistema.

La Teoría de la Relatividad, tal como la expuso Einstein, tuvo dos formulaciones diferentes. La primera es la que corresponde a dos trabajos publicados en 1905 en los Annalen der Physik. Es conocida como la Teoría de la Relatividad Especial y se ocupa de sistemas que se mueven uno respecto del otro con velocidad constante (pudiendo ser incluso igual a cero). La segunda, llamada Teoría de la Relatividad General (así se titula la obra de 1916 en que la formuló), se ocupa de sistemas que se mueven a velocidad variable.

Teoría de la Relatividad Especial

Los postulados de la relatividad especial son dos. El primero afirma que todo movimiento es relativo a cualquier otra cosa, y por lo tanto el éter, que se había considerado durante todo el siglo XIX como medio propagador de la luz y como la única cosa absolutamente firme del universo, con movimiento absoluto y no determinable, quedaba fuera de lugar en la física, puesto que ya no se necesitaba de semejante medio (cuya existencia efectiva, además, no había podido determinarse por ningún experimento).

El segundo postulado afirma que la velocidad de la luz es siempre constante con respecto a cualquier observador. De sus premisas teóricas obtuvo una serie de ecuaciones que tuvieron consecuencias importantes e incluso algunas desconcertantes, como el aumento de la masa con la velocidad. Uno de sus resultados más importantes fue la equivalencia entre masa y energía, según la conocida fórmula E = mc², en la que c es la velocidad de la luz y E representa la energía obtenible por un cuerpo de masa m cuando toda su masa se convierte en energía.

Dicha equivalencia entre masa y energía fue demostrada en el laboratorio en el año 1932, y dio lugar a impresionantes aplicaciones concretas en el campo de la física: tanto la fisión nuclear como la fusión termonuclear son procesos en los que una parte de la masa de los átomos se transforma en energía. Los aceleradores de partículas, en los que se obtiene un incremento de masa, son una prueba experimental clarísima de la Teoría de la Relatividad Especial.

Teoría de la Relatividad General

La Teoría de la Relatividad General se refiere al caso de movimientos que se producen con velocidad variable y tiene como postulado fundamental el principio de equivalencia, según el cual los efectos producidos por un campo gravitacional equivalen a los producidos por el movimiento acelerado.

La revolucionaria hipótesis formulada por Einstein fue provocada por el hecho de que la Teoría de la Relatividad Especial, basada en el principio de la constancia de la velocidad de la luz sea cual sea el movimiento del sistema de referencia en el que se mide (tal y como se demostró en el experimento de Albert Michelson y Edward Morley), no concuerda con la Teoría de la Gravitación newtoniana: si la fuerza con que dos cuerpos se atraen depende de la distancia entre ellos, al moverse uno tendría que cambiar al instante la fuerza sentida por el otro, es decir, la interacción tendría una velocidad de propagación infinita, violando la Teoría de la Relatividad Especial, que señala que nada puede superar la velocidad de la luz. 

Tras varios intentos fallidos de acomodar la interacción gravitatoria con la relatividad, Einstein sugirió que la gravedad no es una fuerza como las otras, sino que es una consecuencia de que el Espacio-Tiempo se encuentra deformado por la presencia de masa (o energía, que es lo mismo). Entonces, cuerpos como la Tierra no se mueven en órbitas cerradas porque haya una fuerza llamada gravedad, sino que se mueven en lo más parecido a una línea recta, pero en un espacio-tiempo que se encuentra deformado por la presencia del Sol.

Un efecto que corroboró tempranamente la Teoría de la Relatividad General es la deflexión que sufren los rayos de luz en presencia de campos gravitatorios. Los rayos luminosos, al pasar de una región de un campo gravitatorio a otra, deberían sufrir un desplazamiento en su longitud de onda (el desplazamiento gravitacional al rojo o desplazamiento de Einstein), lo que fue comprobado midiendo el desplazamiento aparente de una estrella, con respecto a un grupo de estrellas tomadas como referencia, cuando los rayos luminosos provenientes de ella rozaban el Sol.

Para evitar el deslumbramiento del observador por los rayos solares, la verificación se llevó a cabo aprovechando un eclipse total de Sol que tuvo lugar en 1919. La estrella fue fotografiada dos veces, una en ausencia y otra en presencia del eclipse. Así, midiendo el desplazamiento aparente de la estrella respecto a las estrellas de referencia, se obtenía el ángulo de desviación que resultó ser muy cercano al que Einstein había previsto.  

El Concepto de Tiempo

El concepto de tiempo resultó profundamente afectado por la relatividad general. Un sorprendente resultado de esta teoría es que el tiempo debe transcurrir más lentamente cuanto más fuerte sea el campo gravitatorio en el que se mida. Esta predicción también fue confirmada por la experiencia en 1962. De hecho, muchos de los modernos sistemas de navegación por satélite tienen en cuenta este efecto, ya que de otro modo darían errores en el cálculo de la posición de varios kilómetros.

Otra sorprendente deducción de la teoría de Einstein es el fenómeno de colapso gravitacional que da origen a la creación de los agujeros negros, concentraciones de masa de tan altísima densidad que su fuerza de gravedad atrapa incluso la luz. Dado que el potencial gravitatorio es no lineal, al llegar a ser del orden del cuadrado de la velocidad de la luz puede crecer indefinidamente, apareciendo una singularidad en las soluciones. El estudio de los agujeros negros se convertiría en pocos años en una de las áreas de investigación de mayor actividad en el campo de la cosmología; tal sería el centro de interés de las fructíferas hipótesis de otro insigne físico, Stephen Hawking.

Precisamente a raíz de la relatividad general, los modelos cosmológicos del universo experimentaron una radical transformación. La cosmología relativista concibe un universo ilimitado, carente de límites o barreras, pero finito; el espacio es curvo en el sentido de que las masas gravitacionales determinan en su proximidad la curvatura de los rayos luminosos.  Sin embargo, el matemático ruso Alexander Friedmann concibió en 1922 un modelo que representaba un universo en expansión y obedecía también a las ecuaciones relativistas de Einstein. Con todo, la mayor revolución de pensamiento que la Teoría de la Relatividad General provoca es el abandono del espacio y del tiempo como variables independientes de la materia, lo que resulta sumamente extraño y en apariencia contrario a la experiencia.

Antes de esta teoría el espacio y el tiempo se concebían como independientes entre sí y como referencias absolutas con existencia previa a la del universo; estas intuitivas «evidencias» que mantenemos en la vida cotidiana eran también los presupuestos que subyacían en la mecánica de Newton y en el racionalismo de Descartes.